Anoche tuve mi primera parálisis del sueño. Pensaba que era un mito, pero por primera vez no tengo ganas de que llegue la hora de la siesta. Para quien no sepa que es, se trata de una de las sensaciones más desconcertantes que existen. «Estás medio dormido y medio despierto. Te das cuenta de que no te puedes mover. Existen casos en los que hay síntomas asociados, como una sensación muy fuerte de que hay una presencia en la habitación» explica el psicólogo Chris French. En medio del episodio empecé a ver cosas moverse, estaba aterrado y solo quería salir de ahí. El peor momento llegó cuando vi en la puerta a dos personas mirándome fijamente. Uno alto y el otro bajo. Uno flaco y el otro tosco. Uno serbio y el otro más español que el jamón ibérico o la tortilla de patatas. Eran Munitis y Zigic, la pesadilla del Sardinero.
Me despierto con sudores fríos, como si llevara tres días con fiebre y sin comer. No sé si hacerme un café o salir a correr para despejarme. Me hago el café. Mientras suena la cafetera de fondo, medito en como olvidar lo de anoche. De repente, pienso en lo que hacía antes para no tener resaca: beber más. Enciendo el ordenador. Pongo highlights de Munitis y Zigic. Ver lo entrañables que eran juntos me quita el miedo del cuerpo. Bajando un poco más, encuentro una entrevista a Lilian Thuram explicando cuál fue el jugador que más le complicó la vida: «A veces tengo pesadillas con Munitis». Si un superhéroe le teme, cómo no lo iba a hacer un simple mortal como yo.
Lo de Munitis y Zigic fue un pase al hueco de lo efímero a lo eterno. Consiguieron ser personajes de autor en tan solo 47 partidos juntos. Ver a un serbio de 2’02 compenetrarse de esa manera con un cántabro de 1’67 era incomprensible, como que en París pitaran a Messi o que la suma de 77 y 33 no diera 100. Para los defensas, eran lo más parecido a dos guardaespaldas con gafas de sol y traje. Para sus compañeros, Jack y Rose en la proa del Titanic a punto de besarse con otro gol para la cuenta. El ‘dúo sacapuntos’ cayó en Santander como un pellizco de hermano mayor: dolió durante unos segundos, pero dejó una huella que ni el Betadine. Y nosotros, cancheros, les recordaremos como el último bocado de nuestra comida favorita: con escalofríos y ganas de más. Se marcharon y el Racing de Santander pasó de ser una pesadilla a vivir en ella. En segunda y al borde del descenso, el Sardinero busca una nueva dupla que les devuelva a aquellos años locos, aunque a veces un clavo no saca otro clavo.