Siempre me ha caído bien la gente sencilla, aquella que es fiel a su esencia y no se esfuerza en demostrar algo que no es. Busi me conquistó desde el primer momento. Un tipo que lleva el mismo peinado durante 15 años seguidos no puede caerte mal. Va al peluquero y pide lo de siempre. Baja al bar y pide lo de siempre. En el césped pasaba algo parecido. Cada jugada era un déjà vu constante. Todos sabían lo que iba a hacer, pero nadie estaba preparado para negarle el paso. Maniobraba como un piloto de MotoGP y descargaba como un repartidor de Just Eat. Cada pase suyo era una ironía bien tirada, rápida y difícil de pillar. Busi jugaba para la gente que entendía de fútbol.
Su estilo era un toco y me voy, aunque de vez en cuando se animaba con una pisadita, lo que para él era un estruendo dentro de su eterno silencio. Nunca fue un jugador mediático, jugaba callado y demostraba en cada lance del juego que la simpleza es un arte al que pocos pueden opositar. Un día llegamos a normalizar que un tipo con complexión de oficinista y piernas largas se convirtiera en el mejor pivote defensivo del mundo. De la noche a la mañana todos nos dimos cuenta, pero nadie quería decirlo. Se convirtió en el guardaespaldas de tres reinados históricos en España: el sextete del 2009, el Mundial del 2010 y la Eurocopa del 2012.
Dicen que para olvidar algo debes escribir sobre ello. Hace tiempo lo hice con Iniesta y Xavi, pero aún les recuerdo en alguna calurosa madrugada. También me atreví con Pirlo, pero cada pase al hueco me transporta al pasado. Hoy lo hago con Busi, como si unas míseras palabras sirvieran para olvidar a mi confidente. A mi último superviviente.