Por mucho que me esfuerce, siempre me equivoco de lado a la hora de poner gasolina. La misma pantalla me indica dónde está el depósito. Realmente sé donde está el depósito. Si tienes el carnet, sabes sin problema donde está el maldito depósito. No necesitas una formación profesional ni un título universitario para recordarlo, pero por extrañas cosas de la vida, siempre vuelvo a caer. Pasa algo parecido cuando niños como Lamine Yamal, Cole Palmer o Jude Bellingham se detienen ante un rival con una pelota en los pies; todos saben exactamente lo que va a pasar, pero por extrañas cosas de la vida, siempre vuelven a caer.
Tropezar dos veces con la misma piedra se ha convertido en un deporte olímpico para el ser humano. Algo común, inevitable, cotidiano. Como desayunar un café con tostadas o como recordar que Lamine —tras quebrar una cadera como si fuera una nuez— tiene tan solo 17 años. El catalán lidera una estirpe de jóvenes que brillan por toda Europa. Bellingham se desliza por el césped como si sus botas fueran un monopatín y el Bernabéu un jodido skatepark. Gavi, Casadó y Pedri guían a todo un Barça que parece no tener techo esta temporada. Cole Palmer, apodado como ‘Cold’ Palmer por su carismática celebración, es el hombre de moda en Stamford Bridge. Hablamos de un tipo que, si lo comparamos con una nevera, es sin duda una Siemens. Y lo más insólito de estos jugadores es lo siguiente: ninguno supera los 22 años.
Una nueva generación de futbolistas ha irrumpido en nuestras vidas. Son jóvenes, pícaros y con una confianza envidiable: aquellos a los que elegían siempre los primeros en el patio del colegio. Actúan como si los abucheos de la afición fueran los gritos de la profesora de matemáticas, rogando, por enésima vez, que dejen de lanzar balonazos contra la puerta. No le temen a nada, y tal vez ahí radique la clave de su éxito: viven como si el mundo estuviera en sus manos. Con temeridad. Cuesta abajo y sin frenos. Sacándoles la lengua a todo aquel que intente desviarlos del camino.
El filósofo Friedrich Nietzsche resumió con precisión el estado de estos jugadores: «La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño». Juegan como si llevaran años en la élite, pero hay un factor que les diferencia de los demás: siguen teniendo la imaginación de un niño. Y además, para que no todo sean florituras, seguramente también se equivocan de lado a la hora de poner gasolina.